sábado, 6 de julio de 2013

La Cortesía en "San Francisco de Asís", de Chesterton


No voy a comentar mayormente...creo que el texto de Chesterton habla por sí sólo.  Hemos perdido el sentido de la cortesía y esta pérdida compete desde el Papa para abajo. Si el Papa eligió el nombre de Francisco por la pobreza y humildad del santo, no debe olvidar que pobreza no significa mala educación y descortesía. No se puede nivelar hacia abajo, haciéndonos a todos iguales en la mediocridad y en la mala educación. Ser educado en el trato no es ser engreído ni siútico, sino todo lo contrario, demuestra respecto y caridad con el prójimo. Insisto en el desaire cometido por el Papa a la orquesta con ocasión del concierto en el Vaticano y sus desatinadas palabras al referirse al grupo que había rezado por él un ramillete de rosarios. Hay gestos contradictorios unos con otros, gestos que rompen el protocolo y las normas por no sé qué sentido de igualdad que se contradicen con el trato a cierta gente que no es de su simpatía. Pero bueno, nadie conoce lo que hay dentro de la cabeza de otro ni sus verdaderas intenciones, únicamente hablo en base a lo que veo.
Este post es a propósito de un atinado comentario del último post del Wanderer.
Que tengan un santo domingo,
Beatrice

          "El instinto popular de San Francisco y su preocupación constante por la idea de fraternidad, serán del todo incomprendidos si se toman en el sentido de lo que se llama a menudo camaradería, ese tipo de fraternidad que prodiga las palmaditas en la espalda. Tanto de los enemigos como de los partidarios del ideal democrático, ha partido frecuentemente la idea de que aquella nota es necesaria a este ideal. Se cree que la igualdad significa que todos los hombres sean igualmente inciviles, cuando es evidente que significa que sean todos igualmente civiles. Los que así piensan han olvidado el sentido mismo y los derivados de la palabra civilidad, si no se dan cuenta de que ser incivil es ser anticívico. Pero, de cualquier modo, no era aquella la igualdad que defendió San Francisco, sino una igualdad opuesta; fue una camaradería fundada, realmente, en la urbanidad.
         Aun en los linderos de aquel mágico país de sus fantasías sobre las flores, los animales y las mismas cosas inanimadas, conservó su constante actitud de deferencia. Uno de mis amigos decía de alguien que era capaz de presentar excusas al mismo gato. San Francisco lo hubiera hecho realmente. Yendo a predicar en un bosque lleno del canto de los pájaros dijo con amable ademán: "Hermanitos: si ya habéis dicho lo que queréis, dejad ahora que me oigan a mí." Y todos los pájaros callaron; cosa que yo creo sin esfuerzo. Por razón de mi propósito especial de hacer inteligibles las cosas al tipo medio de la mentalidad moderna, he estudiado separadamente el tema de los poderes milagrosos que San Francisco poseyó con toda certidumbre. Pero, aun aparte cualquier poder milagroso, hombres de tal naturaleza magnética, con un interés tan intenso por los animales, ejercen a menudo un poder extraordinario sobre ellos. El poder de San Francisco se ejercía siempre con aquella complicada cortesía. Mucho tenía, sin duda, de una especie de chanza simbólica, de piadosa pantomima con la que ocultaba la distinción vital en su divina misión: o sea, que no sólo amaba, sino que reverenciaba a Dios en todas sus criaturas. En este sentido aparentaba no sólo presentar excusas al gato o a los pájaros, sino a una silla por sentársele encima, o a una mesa por sentarse a ella. Quien le hubiese seguido durante su vida sólo para reírse de él, como de un amable lunático, hubiese podido fácilmente tener la impresión de que se trataba de un lunático que se inclinaba ante todos los postes, o que se descubría ante todos los árboles. Todo esto formaba parte de su instinto por la gesticulación imaginativa. Enseñó al mundo una gran parte de sus lecciones mediante una especie de divino alfabeto silencioso. Pero si para él existía ese elemento ceremonial aun en la cosas más pequeñas e insignificantes, su sentido adquiría gravedad mucho mayor en la seria labor de su vida, que constituyó una apelación a la humanidad, o, mejor dicho, a los seres humanos.
         He dicho que San Francisco, deliberadamente, no veía en el bosque una masa confusa de árboles. Es todavía más cierto que, deliberadamente, no vio a los hombres como una masa confusa. Lo que distingue a ese demócrata muy auténtico de un simple demagogo, es que nunca engañó ni se engañó por la sugestión de las masas. Cualquiera que fuese su gusto por los monstruos, nunca vio ante él a una bestia con muchas cabezas. Vio solamente la imagen de Dios multiplicada, pero nunca monótona. Para él un hombre era siempre un hombre, y no desaparecía en la espesa multitud, como no desaparecía en el desierto. Honraba a todos los hombres; esto es: no sólo los amaba, sino que además, los respetaba. Lo que le dio su extraordinario poder personal fue precisamente esto: que desde el Papa al mendigo, desde el sultán de Siria en su pabellón, hasta los ladrones harapientos saliendo a rastras del bosque, nunca existió un hombre que mirase aquellos ojos pardos y ardientes sin  tener la certidumbre de que Francisco Bernardone se interesaba realmente por él, por su propia vida interior, desde la cuna hasta el sepulcro; que era estimado y considerado seriamente y no añadido a los restos de una especie de programa social o a los nombres de algún documento burocrático. Ahora bien: esa idea moral y religiosa de interés humano no tiene más expresión externa que la cortesía. La exhortación no la expresa, porque no se trata de mero entusiasmo abstracto; y tampoco la beneficencia, porque no se trata de simple compasión. Sólo puede comunicarse por una especie de solemnidad que podría llamarse buenos modales. Podríamos decir, si nos place, que San Francisco, en la desnuda y mísera simplicidad de su vida, se había asido, sin embargo, a un jirón de lujo: a las maneras de una corte. Pero mientras en una corte hay un rey y cien cortesanos, en esta historia hubo un cortesano entre cien reyes. Porque trató al conjunto de la masa humana como a una masa de reyes. Y ésta fue, en verdad, la única actitud con que podía dirigirse directamente a aquel rincón del alma humana que quiso conmover. no podía lograrse ofreciendo oro ni pan, pues es cosa proverbial que cualquier truhán puede convertir la largueza en simple escarnio. No podía lograrse prodigando atención y tiempo, pues numerosos filántropos y burócratas benévolos lo hacen con escarnio mucho más frío y horrible en su corazón. Ningún plan, proyecto, ni meditado arreglo pueden volver a un hombre caído el respeto de sí mismo y la convicción de que, al hablar con otros, habla con un igual. Pero un ademán puede lograrlo."

                                                                                  G.K. Chesteron, San Francisco de Asís. 
        




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